miércoles, 27 de abril de 2016

El regalo de los magos

Della se desespera pues no tiene dinero para comprar un buen regalo para su esposo. Cuenta las pocas monedas que había podido ahorrar y decide tomar una drástica decisión: venderá su hermoso cabello.

El regalo de los magos, de O. Henry, es uno de los cuentos clásicos de la literatura inglesa. Fue publicado por primera vez en 1905. Fue escrito en  Pete's Tavern (famoso lugar por aparecer en varias series de TV) en la ciudad de Nueva York.

 

… en las próximas dos horas sus pies volaron. Ella saqueó las tiendas en busca del regalo para Jim. Finalmente lo encontró. Había sido hecho para Jim y para nadie más. No había nada como ese regalo en todas las otras tiendas y ella las había revuelto a todas. Era una cadena de platino, simple en diseño, que proclamaba su valor por la sustancia y no por la ornamentación, como todas las cosas buenas deberían ser. También era merecedora de El Reloj. Tan pronto como la vio supo que era de Jim. Era como él. Tranquila y valiosa. La descripción se aplicaba a ambos. Veintiún dólares le cobraron y regresó a casa con los 87 centavos. Con esa cadena en su reloj Jim estaría apropiadamente ansioso sobre la hora en la compañía de cualquiera. Majestuoso como era el reloj, Jim lo miraba a escondidas debido a la vieja correa de cuero que usaba en vez de una cadena.

pocketwatch
Pocketwatch from the 1920s

Cuando Della llegó a casa su alegría dio lugar a la prudencia y la razón. Sacó sus tijeras y encendió el gas empezando a trabajar para reparar los daños de la generosidad añadida al amor.

Después de cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta con pequeños rulos que la hacían parecer hermosa como un pequeño escolar. Se miró en el espejo cuidadosa y críticamente.

—Si Jim no me mata –se dijo a sí misma– antes de verme por segunda vez, dirá que me parezco a una vedette de Coney Island. Pero ¿qué podía hacer, qué podía hacer con un dólar y ochenta y siete centavos?

A las 7 el café estaba listo y la sartén estaba caliente en la parte de atrás de la cocina lista para cocinar las costeletas.

Jim nunca se atrasaba. Della dobló la cadena en su mano y se sentó en la esquina de la mesa cerca de la puerta por donde él siempre entraba. Luego escucho sus pasos en la escalera y se puso blanca por un momento. Tenía la costumbre de decir pequeñas oraciones silenciosas por las cosas más simples de todos los días y ahora murmuró:

—Por favor Dios, hacé que piense que todavía soy linda.

La puerta se abrió y Jim entró y la cerró. Se veía delgado y muy serio. Pobre hombre, sólo tenía veintidós años, ¡y tenía que cargar con una familia! Necesitaba un abrigo nuevo y estaba sin guantes.

Jim se detuvo a un costado, tan inamovible como un setter ante el olor de las codornices. Sus ojos estaban fijos en Della, y había una expresión en ellos que no podía leer y la aterrorizaba. No era ira, ni sorpresa, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos para los que estaba preparada. Simplemente la miró fijamente con esa expresión peculiar en su rostro.

Della se apartó de la mesa y fue hacia él.

—Jim, cariño -gritó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podría haber pasado la navidad sin darte un regalo. Volverá a crecer... No te importa, ¿verdad? Solo tenía que hacerlo. Mi cabello crece muy rápido. Di "¡Feliz Navidad!" Jim, y seamos felices. No sabes qué bonito... qué bonito regalo tengo para ti.

— ¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, laboriosamente, como si aún no hubiera llegado a ese hecho patente, incluso después del trabajo mental más duro.

—Cortado y vendido -dijo Della-. ¿No te gusto igual, de todos modos? Soy yo sin mi cabello, ¿no es así?

Jim miró a su alrededor con curiosidad.

— ¿Dices que tu cabello se ha ido? -dijo, con un aire casi de idiotez.

—No es necesario que lo busques -dijo Della-. Se vendió, te digo, se vendió y se fue. Es nochebuena, muchacho. Sé bueno conmigo, porque fue por ti. Tal vez los cabellos de mi cabeza estaban contados -continuó con repentina y seria dulzura-. Pero nadie podría contar mi amor por ti. ¿Quieres que te ponga las costeletas, Jim?

Jim pareció despertar rápidamente de su trance. Abrazó a su Della.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo arrojó sobre la mesa.

—No te equivoques, Della. No creo que haya nada en un corte que pueda hacer que me guste menos mi chica. Pero si desenvolvés ese paquete, podrás ver por qué quedé sorprendido.

Dedos blancos y ágiles desgarraron la cuerda y el papel. Y luego un grito extático de alegría. Y luego un rápido cambio femenino a lágrimas y lamentos histéricos.

Porque allí estaban The Combs, el conjunto de peines que Della había adorado durante mucho tiempo en una ventana de Broadway. Hermosas peinetas, pura caparazón de tortuga, con bordes enjoyados, solo el tono para usar en el hermoso cabello desvanecido. Eran peines caros, lo sabía, y su corazón simplemente los había anhelado y anhelado sin la menor esperanza de poseerlos. Y ahora eran de ella, pero los cabellos que deberían haber adornado los codiciados adornos habían desaparecido.

Pero los abrazó contra su pecho, y por fin pudo mirar hacia arriba con ojos apagados y una sonrisa y decir:

— ¡Mi cabello crece tan rápido, Jim!

Jim aún no había visto su hermoso regalo. Ella lo exhibió con entusiasmo sobre su palma abierta. El metal precioso sin brillo pareció destellar con un reflejo de su espíritu brillante y ardiente.

— ¿No es hermoso, Jim? Busqué por toda la ciudad para encontrarlo. Ahora tendrás que mirar la hora cien veces al día. Dame tu reloj. Quiero ver cómo luce.

En lugar de obedecer, Jim se dejó caer en el sofá, puso las manos detrás de la nuca y sonrió.

—Dell –dijo- dejemos nuestros regalos de navidad. Son demasiado bonitos para usarlos en este momento. Vendí el reloj para conseguir el dinero para comprar tus peinetas… … (Traducción propia de El regalo de los magos, de O. Henry)

cover of The Gift of the Magi
The Gift of the Magi cover

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